"La conciencia, esa gran desconocida y, paradójicamente, tan presente en nosotros como ausente en el mundo"
(Amador Martos)

VOLVER A PENSAR: UN REGRESO CONSCIENTE A LA FILOSOFÍA

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Un artículo de Armando B. Ginés.

Albergamos una sensación aguda, como un malestar difuso y asintomático, de no ir a ninguna parte. Algo nos falta en mitad de la abundancia de objetos y deseos, de la escasez de recursos vitales y económicos y del miedo permanente a estar rodeados de peligros invisibles.


Todas las expectativas se sitúan más allá del contexto que nos habita: tiempos de posmodernidad, posideología y poshistoria. Somos incapaces de aprehender el aquí y ahora porque desconocemos a ciencia cierta si venimos del algún lugar concreto y si queremos dibujar en el horizonte alguna meta adonde dirigir nuestra ávida mirada para vivir en armonía con nosotros mismos y el entorno natural y cultural al que pertenecemos.

El vacío resulta elocuente. Por el momento, ese hueco existencial solo se llena parcialmente de gritos puntuales, a veces desesperados y urgentes, otras estéticos o virtuales, de noes que no presuponen una voluntad colectiva y afirmativa de proponer caminos y soluciones compartidas de largo alcance.

Desde que el pensamiento único se hizo dueño de la globalización a partir del desencanto revolucionario y el embate reaccionario del neoliberalismo, el desierto de ideas y proyectos ha dejado al albur de profetas menores y sofistas de ocasión la suerte de cientos de millones de personas atrapadas en el espejismo del progreso rutilante provocado por novedades tecnológicas inmediatas al acceso de cualquier mortal del occidente rico.

El discurso oficial soterrado induce a combatir la precariedad gaseosa de la posmodernidad con fetiches de consumo instantáneo. De esta manera, tapamos los agujeros existenciales para que la hemorragia de vacuidad no acabe con el yo individual en medio del griterío ensordecedor de más y más y más deseos que aspiran al instante de evasión religioso que empieza y termina al saciar el impulso incontrolable que nos domina compulsivamente.

Para tal neurosis colectiva ya no sirven las viejas recetas y terapias psicológicas. Tampoco la sociología ni las antropologías y las etnologías escapistas han propuesto soluciones para restañar las heridas abiertas de las sociedades modernas. Escondidas en metáforas rimbombantes o intelectualismos solipsistas, las ciencias sociales se han convertido en mera estadística y recuento de definiciones imposibles.

El panorama es desolador, de ahí los populismos a lo bruto que emergen por doquier. Falta filosofía y reflexión acerca del nuevo ser humano necesario para hacer frente a los retos de un colapso del modelo capitalista a medio plazo: estamos convirtiendo el planeta en un vertedero de pobreza, un páramo de explotación laboral y un hogar de suciedad ambiental imposible de sostener para una vida colectiva digna y decente.

Sobrevivimos dentro de una burbuja de inmanencia materialista de baja calidad: solo existe lo que puede poseerse en un abrir y cerrar de ojos. El parpadeo constante es la dictadura intangible a la que nos sometemos a diario, un trasiego de trayectorias incoherentes unidas por el desasosiego de no pararse jamás, de seguir cueste lo que cueste.

Hubo una vez en que el progreso lineal parecía no tener límites. Y, de pronto, nos dimos cuenta que todo es riesgo, contingencia, posibilidad, contradicción, lucha. Pero al mismo tiempo, percibimos una soledad inmensa a nuestro alrededor: ninguna idea para abrigarnos, ningún proyecto al que sumarnos, ninguna trascendencia para superar o romper la prisión del yo absoluto.

Sin trascendencias instrumentales estaremos condenados a dar vueltas sobre lo mismo: soluciones parciales, gritos puntuales, huidas sin compromiso que no dejen huella a nadie ni rastro histórico en el castigado inconsciente de la masa. Regresar a la filosofía, no para instalarse en la contemplación ombliguista sino acompañando dialécticamente a la acción consciente, da la sensación de ser el único horizonte de salvación para garabatear sendas hacia espacios y lugares todavía en embrión o completamente desconocidos de nuevas realidades por hacer.

La posmodernidad neoliberal nos ha metido en un callejón sin salida. Hipotéticamente, todo a nuestro alcance, sin mediaciones tangibles. Muerto dios, el camino estaba desbrozado de supersticiones y restricciones morales o éticas. No obstante, la realidad es justamente la contraria: los dioses permitían la transgresión y la rebeldía crítica; la ausencia divina, sin embargo, nos obliga a prohibirnos a nosotros mismos de manera sutil e interna. Al no tener referencias morales, los dioses públicos se han instalado en el subconsciente privado: las líneas rojas son subliminales, una especie de duende tragicómico percute en nuestras conciencias para adaptarnos a la realidad impuesta sin salirnos de madre. Ahogamos la capacidad de pensar con criterio propio al calor de la vulgaridad informe de las multitudes anónimas.

Confundimos la velocidad con la libertad; el crecimiento desbordante con el paraíso; el griterío con la democracia, y, en fin, la expectativa de deseo irreverente, consumo y estatus con la utopía encarnada en un proceso amoral que nunca tendrá fin.

Las nuevas tecnologías recrean una suerte de libertad móvil y ubicua. Montados en el vértigo, todo es igual de importante, es decir, prescindible. Vamos de emoción en emoción en un viaje que no anuncia destino alguno. Cada estación, una parada técnica con el propósito de renovar el aliento para conquistar más experiencias volátiles. Es imprescindible detenerse, reflexionar, tomar distancia, reconocer(se) a/en los otros viajeros o transeúntes que ocupan asientos idénticos en el vagón de la actualidad.

Retomar el pulso de uno mismo acompasándolo al ritmo del entorno próximo puede situarnos en una disposición mejor para reelaborar una capacidad de pensar desde suelo firme: no hay libertad real sin el otro; el ser humano aprehende y se integra en el cosmos a una velocidad adecuada, aquella que le permite asumir la realidad poco a poco, sorbo a sorbo, decantando críticamente las experiencias como un diálogo constructivo, reposado y nutritivo con sus semejantes y la naturaleza en su conjunto. Acelerar hasta cotas supersónicas nos impide ver el sueño más trascendental del ser humano, la libertad compartida y la ayuda mutua. En esa velocidad inefable, los detalles desaparecen y somos más frágiles ante los poderes fácticos, quedando a merced de los hilos mágicos que mueven el cotarro político y social.

Con la velocidad restringida voluntariamente, la querencia de deseos impulsivos tenderá a aminorarse. En la quietud reflexiva, las mercancías recobran su propia historia objetiva. Desde esa subjetividad recuperada, lo necesario y lo superfluo cobran nueva vida. La mayoría de las cosas son prescindibles. Hallar el punto de encuentro entre cada lista de lo necesario en disputa, o como dejara escrito Bertolt Brecht, “es mucho” frente a “esto es lo mínimo”, según la perspectiva del poderoso y el indigente, podría ser un punto de partida ascético e irrenunciable para acomodar nuestros deseos a realidades sociales más sostenibles y equitativas.

Pero ese nuevo mundo que hoy parece a años luz de distancia no será posible sin una mística colectiva que ofrezca cobertura espiritual ante las veleidades de los sofistas en la nómina del sistema y de los intereses hegemónicos que crean, controlan y dirigen en la sombra nuestros deseos individuales. En palabras de Spinoza, los textos bíblicos se reducen a dos cuestiones éticas o morales irrenunciables para un buen funcionamiento de la república política: obediencia al bien común y amor al prójimo. El resto es hojarasca y mero relato de guerras mundanas por el poder y la gloria.

No se trata de volver a instalarse en los fundamentos de la religión, pero sí rescatar el temblor ético por una casa humana que dé cobijo a todas las personas sin etiquetas discriminatorias. Eso conlleva parir una utopía de nuevo cuño y de largo recorrido. Implica, por supuesto, una vuelta consciente a la filosofía, a realizar preguntas en voz alta que nos obliguen a responder desde la discrepancia otras formas de entender la vida y a alumbrar otras verdades que nos señalen hitos a alcanzar solidariamente.

El altar de la complejidad tecnológica está cegando la libertad crítica de pensar trayectos alternativos más acordes con la condición humana. Es hora de decir sí. No al neoliberalismo pero sí a algo nuevo. El no siempre es reactivo, puntual, evanescente, visceral, urgente. El sí, en cambio, requiere valentía de propuesta, de imaginar una sociedad de estreno renunciando al fetichismo expansivo que nos consume en el devenir cotidiano.

Zozobramos a la deriva en un instante que parece eterno, de pasmosa insustancialidad, mortalmente aburrido. El conformismo no nos transportará a ningún paraíso terrenal. Hace falta arrojo para pararse en seco, reflexionar desnudo, salirse de la tierra de nadie, arrojarse al exterior desde la comodidad occidental, dar la mano al indigente y decir sí al apocalipsis que derrote al régimen-mundo neoliberal, “ el único modo de mantener la calma”, según Slavoj ?i?ek. O eso o la barbarie fascista anunciada por Trump y Le Pen.