LA CIENCIA Y LA FILOSOFÍA EN EL DEBATE PEDAGÓGICO
Una artículo de José Luis Figueroa González: La marca del cientificismo como obstáculo epistemológico para la defensa de la educación pública
Jojutla, Morelos, México, 24 de julio de 2017.- Es común que a la escuela en general y a la educación pública en particular se le asigne un papel de difusora del conocimiento considerado útil y necesario para la formación de los sujetos que próximamente se han de incorporar a la sociedad como agentes de la producción y de todos los menesteres propios para la vida en la mayor armonía y bienestar posibles. La transmisión de conocimientos no demanda en lo específico que maestros y alumnos dominen los sustentos y los métodos que aplican los hombres de ciencia, aunque no resulta indeseable que desde niños, los escolares se inicien en las nociones propias de un constructor de conocimiento. Sin embargo, pronto domina el diseño de un currículum adaptado a las funciones sociales que se espera del sujeto en proceso formativo. De ese modo, cuestiones como la teoría del conocimiento o epistemología, la validación del conocimiento científico, los métodos y técnicas de investigación van quedando como tópicos de especialistas mientras se prioriza la información básica y las habilidades que se requieren para un desempeño más o menos bien determinado. El estatus de la ciencia en el quehacer de los profesores es muy elevado porque se establece una distancia importante entre el trabajo de los científicos y el desempeño práctico de la docencia. Cómo se aprende a ser científico, cuál es el perfil de un hacedor de ciencia, son aspectos tratados en la esfera de una especialización que no está al alcance de cualquier sujeto en formación, mucho menos de quienes casi por destino están marcados para el trabajo ajeno al ejercicio de la intelectualidad.
Vista la ciencia desde un enfoque de unicidad o como fenómeno único y monolítico nos da la sensación de una certeza que produce tranquilidad y confianza ante la guía y el respaldo de lo científico en los distintos quehaceres humanos. Sin relacionar la política y los intereses diversos que se filtran en el mundo de la ciencia, nos destanteamos cuando aparecen evidencias de que el conocimiento científico está lejos de ser tan neutral como se nos enseña a verlo, de ser tan puro y tan benefactor como todos queremos que sea. Bases filosóficas se encuentran en los cimientos del trabajo de la ciencia, sea que se reconozcan explícitamente o sea que se prefiera mantenerlas en la oscuridad. Esta manera de ver las cosas nos permite empezar a comprender por qué la ciencia se nos presume como ciencia y nada más, sin ligas que la comprometan con decisiones o con modos de transmitirla. El reino del científico está en salvaguarda toda vez que él solamente se dedica a desentrañar los misterios de la naturaleza y de lo demás, sin ocuparse de lo que antecede o lo que suceda después. Es el caso del papel de la ciencia en la llamada reforma educativa, porque se ha convertido en guía única por excelencia sin detenerse a preguntarse acerca de su enfoque neopositivista y pragmático. Esas cuestiones de filosofía parecen no importar porque lo esencial es llegar a los objetivos de desarrollo tecnológico que nos haga “competitivos” a nivel mundial. El señuelo puede funcionar con los inocentes que crean que así de obvios son los procesos sociales; para el profesor crítico-reflexivo no es tan simple y se ve obligado a reinterpretar su papel ante el enfoque oficial de ciencia en el aula.
Por otro lado, desde hace tiempo se cuenta con el enfoque del materialismo dialéctico y del materialismo histórico para debatir, refutar y refundar lo que se nos presente estático, permanente y determinista. Sin embargo, algo del positivismo se cuela cuando se insiste en la evolución de la historia mediante la sucesión de modos de producción determinados o cuando se pretende lograr “el reflejo objetivo de la realidad” sin considerar y aún más abominando de la interpretación subjetiva de los fenómenos y su lugar en la toma de decisiones y sus consecuencias concretas. El riesgo de ser deterministas y cientificistas nos pasa desapercibido cuando estamos tan ciertos de la certezas científicas o incluso seudocientíficas. El punto es qué hacer con la disidencia en el campo de la ciencia u otros terrenos de discrepancia. Cuando se unen poder político y conocimiento no es difícil prever los resultados del choque de visiones.
Por supuesto no me refiero a los charlatanes disfrazados de científicos a los cuales es demasiado sencillo despojarlos de su falso ropaje aunque sean respaldados por seguidores manipulados. Me refiero a la capacidad de los hombres y mujeres de ciencia para no olvidarse por conveniencia de que el método científico va acompañado siempre por la permanente curiosidad para poner a prueba lo que se conoce y para moverse al cambio de paradigma cuando se llega a la ruptura y ya no alcanza con lo que se tiene a la mano, como decía Thomas Khun.
Lo que aquí se pretende señalar es la arrogancia, la absoluta certeza y las consecuencias que encierra un cientificismo entendido como culto casi sagrado a lo que se denomina ciencia y que bien sirve a la imposición, a la subordinación, al control social y al oscurecimiento del trabajo científico casi al grado de los sumos sacerdotes de los imperios. Esa misma arrogancia que llevó a Víctor Frankenstein a pretender el dominio de los secretos de la vida y la muerte con la creación del monstruo que se imaginó Mary Shelley en su novela de 1818. Adelantada e involuntaria crítica a lo que después se conoció como positivismo o teoría del conocimiento exacto y absoluto puesto al servicio del “orden y progreso”. Pero una es la deformada imagen del científico “loco” al que se le salen de control las consecuencias de sus experimentos casi como castigo por profanar el santuario de los secretos inaccesibles al ser humano y otra distinta es la del científico que refugiándose en la bata de neutralidad que le conviene para no hacerse cargo de sus actos. La premonición de Mary Shelley sirvió para muchas historias más sobre el afán de dominar el universo a través de la ciencia, pero más allá de la fantasía lo que sí es real es la combinación entre política, filosofía y ciencia, convertida en un mecanismo para el dominio sutil y persuasivo o incluso el sometimiento represivo.
No se afirma que dicha combinación perjudica el papel de la ciencia sino que al tenerla en cuenta es posible percibir los trasfondos de la creación y de la aplicación de dicha ciencia. A sabiendas de lo que sustenta al conocimiento científico, podría buscarse su reinterpretación para ajustarlo de acuerdo a un proyecto determinado de bienestar y desarrollo humano. En este sentido la indefinición epistemológica –en general- de los profesores tendría que resolverse para evitar ser llevados por la corriente dominante en desconexión entre el hacer y el pensar. La formación filosófica ha venido de más a menos y parece mucho pedir acerca de que los profesores se ocupen del enfoque epistemológico del cual parten para diseñar y aplicar sus proyectos de trabajo en la escuela y en la comunidad. Es una tarea ardua pero indispensable si se trata de contrarrestar a la evidente embestida neoliberal en contra de la educación pública para despojar a la sociedad de una conquista histórica que ha servido para aproximarse a la justicia social. Ya no basta con formar legiones de luchadores sociales que sepan organizar manifestaciones, bloqueos y otras tácticas de resistencia; se requiere un profesional de la educación reforzado con teoría pedagógica y elementos sustanciales de filosofía que le permitan crear el debate pedagógico en todo tiempo y lugar. Hablamos del maestro intelectualizado e intelectual orgánico para el pueblo que depende de la educación pública en sus anhelos de mejorar su modo de vida.
Las derivaciones de la supremacía cientificista positivista en el ejercicio de la docencia provienen de la iglesia “científica” creada por Augusto Comte, el cual pretendió que los nuevos sacerdotes del conocimiento -con rituales y todo- pusieran término a las “banales” discusiones filosóficas que no parecían tener y fin y llegaban a nada. El conocimiento práctico, concreto y objetivo por encima de toda subjetividad y creencia tradicionalista. De esa manera se clasificó el conocimiento como válido o no válido; uno el terreno de las suposiciones vagas e incomprobables y otro el terreno de lo comprobado y respaldado por la verdad absoluta a toda prueba. El culto a la ciencia positiva conquistó rápido los corazones de los gobernantes puesto que les aseguraba una forma fácil de imponer el orden y la promesa de progreso para el sistema económico. El avance económico a través del desarrollo de la investigación ha resultado innegable porque la aplicación del método científico en la observación y experimentación con los fenómenos de la naturaleza ha elevado cuantiosamente la producción y la creación de innumerables satisfactores. Y ahí más o menos nos hemos quedado, reduciendo la vida humana a producir y consumir. El culto cientificista nos ha llevado a entender y manipular una parte de la realidad pero nos sigue impidiendo la comprensión y la actuación en la totalidad. Quedamos expuestos a la fragmentación de la realidad por áreas de conocimiento que se nos presentan autónomas y en su desvinculación no logramos armar el rompecabezas completo. Una frase nos quiere resolver todas las discusiones y los dilemas posibles: “Orden y Progreso”; lema apropiado para persuadir a los renuentes porque nos dice que nos guste o no nos guste, no hay de otra.
El imperio de la ciencia positivista parece inexorable toda vez que la prueba empírica da paso a la fe total en el saber así sustentado; luego entonces el aspecto epistemológico, es decir la determinación acerca de la validez del conocimiento obtenido bajo este método no deja lugar a dudas, y por lo tanto es labor de necios seguir intentando la discusión de las bases filosóficas del conocimiento que se difunde desde la escuela, desde los medios de información y por supuesto mediante las instituciones del conocimiento validado. Llegados a esta situación también parece innecesario involucrar a los profesores en la reflexión y la discusión epistemológica y con una corta información al respecto bastaría para su cultura general. El círculo se cierra si hacemos caso omiso de la cuadratura de pensamiento provocada por el enfoque neopostivista en boga y del papel subordinado que evita la revisión crítica de todo lo que se nos presenta como verdad, tanto en alumnos como en profesores.
Por su lado la ciencia vista del materialismo entendida como alternativa y diferencia tajante con la ciencia positiva guarda una preocupante proximidad con su antagónica cuando también apela a la certeza determinista y a su aplicación al poder, al control y a la lucha social entendida muchas veces como un simple reemplazo de actores. La concepción marxista de los modos de producción en una sucesión unidireccional nos hizo confiar en su momento que la lucha social lleva inexorablemente del capitalismo hacia el socialismo e inevitablemente después al comunismo. Este determinismo histórico nos afectó de tal forma que nos trae mareados el otro anuncio acerca de “el fin de la historia” con el capitalismo supradesarrollado. La necesidad actual es definir si estamos para asumir al Marx original o si el momento es para debatir e incluso corregir al barbudo alemán. Tomando en cuenta que el contexto histórico del Marx original y de sus sucesores marxistas fue muy distinto al actual cabe la consideración de que El Capital sea releído para evitar convertirlo en sagrada Biblia. Hace falta argumentar acerca de la convivencia entre conocimientos científicos y saberes diversos y ancestrales, cuestionar la infalibilidad de los padres de la teoría revolucionaria, hace falta teorizar con la luz, sin la luz o hasta contra la luz de los teóricos de actualidad para superar esa larga espera de la llegada del Mesías. La teoría, la teorización y la validación del conocimiento se vuelven imprescindibles para los maestros en tiempos tan convulsos y tan confusos.
Desde la antigüedad el empoderamiento a través del conocimiento se ha visto reflejado en distintos modos y niveles de autoritarismo. Conocimiento es poder y por eso resulta ingenuo pensar que la ciencia solamente pueda estar al “servicio de la humanidad”. Así por ejemplo si nos cerramos en que el conocimiento válido es “aquel que refleje la realidad de manera objetiva”, tenemos resuelto que lo apartado de la objetividad absoluta no cabe en la validación del conocimiento científico y por lo tanto es descartable, impugnable e incluso merecedor de una acción punitiva. Es claro que la referencia no es a los fanatismos y a los absurdos o fundamentalismos, el riesgo se refiere a la tentación autoritaria para reducir o eliminar al disidente que se atreva a cuestionar las sacrosantas verdades aun cuando lo haga con una sustentación metodológica y teórica que merezca al menos la discusión abierta. Las comunidades científicas tienen el buen cuidado de no admitir a nada y nadie que no pase sus controles de admisión tanto para garantizar que la charlatanería no se infiltre como para asegurar su estatus dominante. Política y ciencia se hermanan y hacen connivencia.
Ni qué decir entonces acerca del lugar de lo subjetivo porque “no pasa los controles del rigor objetivo”; la relatividad es puerta para la curiosidad, la duda de vez en cuando ayuda, pero lo cotidiano es confiar en lo probado por los estándares científicos. El temor al relativismo lo implantó Protágoras cuando, al afirmar que el hombre es la medida de todas las cosas, puso a temblar a la clientela de los otros sabios a quienes convenía contar con seguidores que seguían sus verdades absolutas. Al darle un lugar a la incertidumbre, los sofistas transgredieron un pacto implícito acerca de que nadie se metería con los saberes de los demás porque el sol salía para todos. Pero al atreverse a dudar y a crear distintas rutas de pensamiento para un mismo asunto, sofistas y seguidores hicieron temblar el sistema de certezas. Recordar las “purgas” o acusación de revisionismo para los que atrevían a entender a su manera la teoría revolucionaria durante los procesos de transformación en la URSS, en China y en cualquier parte donde un Roque Dalton se hiciera el sospechoso al grado de merecer el ajusticiamiento expedito. Un gran pendiente siempre ha sido regular la relación individuo-colectivo porque en la mayoría de los casos se impone uno sobre el otro y se generan gran cantidad de desgracias. Tal vez por esa razón se impone la organización social bajo esquemas de control que eviten los “desvíos”, las disidencias estorbosas y la eterna búsqueda del consentimiento o consenso para entender y actuar. La misma razón anda flotando para explicarnos porque casi siempre la formación teórica, sólida y suficiente para llevar a la teorización renovadora es atributo de las élites y se otorga en retazos a las masas de sujetos en formación. La táctica parece ser la dotación de teoría en dosis controladas y suficientes para empujar al consenso que conviene y nunca para provocar que el destinario avance por cuenta propia.
El pretendido carácter irrefutable de la ciencia “objetiva” deja poco margen para la duda y para la revisión constante de lo que se considera establecido. El conocimiento objetivo se liga al poder político y para eso se hacen necesarias las verdades de larga duración; para eso se necesita “limpiar” al conocimiento científico de discusiones filosóficas o epistemológicas que distraigan acerca de la ruta determinada como la más conveniente. El resultado es la presentación de una filosofía sin ciencia y una ciencia sin filosofía. En ese caso, lo que procede es apegarse a los estándares del conocimiento establecidos como válidos, convenientes, necesarios e inevitables. La aristocracia de la ciencia se yergue dominante y determina por ejemplo que entre áreas del conocimiento hay clases que se deben respetar y que las ciencias exactas no se tutean con las llamadas humanidades porque afortunadamente todavía hasta los perros tienen o no tienen pedigrí. La docencia en todo caso es una práctica sustentada en conocimientos humanistas que no la hacen de alcurnia y cuando mucho aspira a ser auxiliada por la ciencia en cuanto tal. Por eso, repetir y repetir que la lucha magisterial se basa en la obtención del conocimiento científico objetivo no resuelve el problema de la objetivación de la ciencia aplicada para la subordinación y la explotación. Se observa la necesidad de replantear los criterios de validación del conocimiento científico junto con el estudio fuerte de la epistemología de las ciencias.
El debate pedagógico que nos hará libres tendría que asumir una posición crítica ante los supuestos de generación y validación del conocimiento científico. Se requiere abordar la cuestión de los métodos para construir conocimiento científico-pedagógico con la conciencia de lo diferente que resulta hacerlo desde un enfoque cuantitativo u objetivista o de un enfoque cualitativo que toma en cuenta el valor de lo subjetivo. La relación objetividad-subjetividad tendría que replantearse para no caer en los extremos e intentar la relación dialéctica entre ambos aspectos de interpretar y de actuar en la realidad. El dominio cientificista puede ser superado si se comprende y empuja hacia el encuentro praxiológico de los educadores en donde no solamente unas sus voces en consignas sino además sumen y coordinen sus interpretaciones de la realidad para propiciar la transformación que mejor convenga a sus alumnos y a la comunidad. El estudio de la epistemología se plantea complicado pero no imposible de realizar de modo que llegue a la ruptura con los enfoques que promueven la dominación -sea abierta o embozada-, para llegar a la mejor condición para construir alternativas reales, viables y con mecanismos de direccionalidad. Sin este aspecto se puede caer en otro cientificismo que siga separando a los teóricos de los prácticos.
Así llegamos a establecer la necesaria relación entre el pensamiento del profesor, las teorías pedagógicas y las filosofías de la educación. En la formación docente se nos exige hacer culto de la teoría pedagógica y no se promueve el debate pedagógico para inducir sutilmente a la adopción del enfoque dominante; de ahí proviene el culto a la teoría pedagógica bajo pinceladas rápidas de conocimiento, apenas las suficientes para que no nos apartemos del practicismo al que se nos tiene destinados. Mucho menos se intenta la formación docente para teorizar o elaborar interpretación del hecho educativo con rigor científico y bajo criterios de validación. Se estudia con blandenguería la teoría pedagógica, tanto como un requisito para elaborar el documento de titulación y con dificultad se llega al intento de aplicar lo aprendido en la práctica real donde predominan otros saberes y estrategias de actuación para sobrevivir y trepar sobre los demás. En cambio, resultaría mejor aprender a teorizar y a comprobar la validez de lo obtenido en la práctica a la vez que mediante el filtro de la reflexión crítica e informada.
Nos queda un largo camino por recorrer en este asunto de inconformarnos con razones válidas acerca de la imposición de la reforma educativa. En este caso se concluye con la necesaria y urgente revisión de la relación entre el profesor, la teoría pedagógica y científica, la teorización y su contexto concreto de ejercicio docente. El camino apunta a que el magisterio en resistencia dé un paso cualitativo al considerar en sus afanes de formación como educadores populares el hecho de llegar a los talleres y cursos alternativos de teoría y teorización pedagógica que supere definitivamente al tratamiento a través de parches que resultan inconexos, insuficientes e intrascendentes. La meta puede ser llegar a la construcción de alternativas pedagógicas con bases renovadas y pertinentes a la realidad local, nacional e internacional. Los especialistas pedagógicos, politólogos, filósofos, etcétera harían bien en esclarecer su papel frente al Estado para no estar adivinándoles las intenciones tanto como a los maestros les ayudaría empezar a bajar de los pedestales a las vacas sagradas. Creérsela es lo importante para una aproximación al trabajo intelectual de los profesores con la ciencia y la filosofía para cerrar el círculo de la transformación mediante la praxis informada, consciente y crítica.
A sabiendas de que se trata de una temática compleja y hasta posiblemente enredosa, se sostiene que la intelectualización del magisterio es parte ineludible de su profesionalización. Ninguna alternativa funcionará si no se trasciende la separación entre trabajo técnico y trabajo intelectual; aunque para muchos maestros sea notoria la conformidad con su papel técnico todavía es tiempo de reencauzar si en verdad se quiere superar ese papel instrumental. Un buen principio lo marcan los maestros de la resistencia que ocupan parte del receso escolar en los encuentros para la educación popular. En un principio será el debate pedagógico sustentado en la ciencia provista de la filosofía congruente con los propósitos de emancipación. Es tiempo de definiciones sin tentaciones autoritarias, no se trata de cambiar de opresores sino de eliminar esa dicotomía entre opresores y oprimidos.