"La conciencia, esa gran desconocida y, paradójicamente, tan presente en nosotros como ausente en el mundo"
(Amador Martos)

UN TESORO EN NUESTRAS AULAS

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Los peques llevan en sus manos, cuando entran por primera vez en nuestras clases, un pequeño-gran tesoro. Un tesoro que nos confían, a sus profesores, igual que se lo confían a sus padres, para que cuidemos, protejamos y alimentemos. Un tesoro para nuestra sociedad. Pero también, y sobre todo, un tesoro, el más valioso y preciado, para ellos.

Un tesoro delicado, esquivo a la vez que generoso. Poderoso y fascinante, pero también frágil y caprichoso. Y en ocasiones, en muchas ocasiones, en demasiadas ocasiones, este tesoro se estravía. Se pierde. Se traspapela. O peor aún… se confunde con otro, se substituye por un ominoso sucedáneo, y se niega su valor o incluso su propia existencia. Profesores, padres, escuelas, institutos… Fallamos en nuestro cometido y nos demostramos indignos de la responsabilidad depositada en nuestras manos.

Vivimos en un mundo de abundancia, donde la tecnología y una enorme capacidad productiva satisfacen todas nuestras necesidades con una cada vez menor dedicación por nuestra parte, cargando máquinas, robots y sistemas automatizados con el peso y el esfuerzo principal de nuestra industria. Mundo que es a la vez un mundo de obligada eficiencia, con recursos naturales finitos y crisis medioambiental permanente. En un mundo así, el trabajo humano es cada vez menos necesario, y el tiempo de las personas pasa poco a poco a dedicarse al cuidado de uno mismo, al cuidado de los demás, y también, a la actividad que más propia es a nuestra es pecie: la creación de conocimiento.

Enseñar y aprender. La panacea en una sociedad con un modelo laboral en colapso, en paralelo con el colapso del modelo de crecimiento económico. La educación no contamina (o no contamina mucho), y todos podemos ser alumnos y maestros. Y lo que podemos aprender, crece cada día (a un ritmo de crecimiento exponencial, por cierto). En nuestro contradictorio mundo de abundancia y austeridad, en el que por supuesto no hemos renunciado a ser felices, nos vemos irremisiblemente condenados a aprender durante toda nuestra vida. No sólo por exigencias de la ocupación de turno (sea laboral o no), que nos va a requerir sí o sí una contínua actualicación de nuestros conocimientos, sino por el mero derecho a nuestro propio bienestar, ahora que ya sabemos que la felicidad es un camino y no un estado, y qué mejor camino que el aprendizaje y la creación de conocimiento, uno que podemos recorrer hasta el último día de nuestras vidas.

Pero para crear, hay que amar. Y para crear conocimiento, hay que amar el conocimiento. Pero en nuestras aulas, en nombre del todopoderoso futuro (profesional y económico), asesinamos sin piedad las ganas de aprender de nuestros alumnos. Pan para hoy y hambre para mañana. Confundimos el mapa con el territorio. El conocimiento concreto por el amor a saber. Y privamos irresponsablemente a nuestros alumnos de su mayor tesoro: las enormes ganas de descubrir que tenían cuando por primera vez atravesaron el umbral de nuestra aula.