LA ESCUELA DEL MAR
Dedicado a la escuela Mar Nova de Premià de Mar, amenazada de cierre. Si en el pasado eran las bombas las que acababan con proyectos educativos singulares, hoy son las administraciones quienes están desguazando la educación pública delante de nuestras narices. Por Almudena García.
La escuela se yergue como un gran barco del Mississippi que se hubiera quedado varado en una playa. Esta hecha de madera pintada de blanco. En una galería con columnas reforzadas, se pueden ver los salvavidas.
Abajo, en la playa, debe haber unos cien niños. La mayoría están sentados en la arena viendo expectantes cómo otros juegan. Algunos se protegen del sol con un sombrero de ala ancha. Uno de los jugadores ha saltado para intentar coger la pelota, mientras el árbitro observa atento la jugada. Es curiosos que apenas se distingan niñas, porque una de las características de la escuela era la coeducación. Chicos y chicas asistían juntos a clase y tenían los mismos derechos y deberes, para que desde pequeños aprendieran a relacionarse desde el respeto mutuo.
La playa es la de la Barceloneta, que por aquel entonces no era un barrio de turistas, sino de pescadores. Los niños son los alumnos de L'Escola del Mar (1922), una de las escuelas públicas que el Ayuntamiento de Barcelona había puesto en marcha con el propósito de que la educación de calidad llegara a todos los sectores de la sociedad. Pocos años antes ya se había inaugurado L'Escola del Bosc en Monjüic, que seguía también el ejemplo de las Open-air Schools, las escuelas al aire libre que desde principios de siglo proliferaban por Europa.
Detrás se encontraba el propósito de mejorar las condiciones de vida de la infancia. En la época, la tuberculosis causaba estragos, cebándose principalmente en los barrios más pobres, donde la población vivía hacinada y las condiciones higiénicas eran precarias. Respirar aire puro y el contacto con el sol se consideraban formas de mejorar el estado general de salud y de prevenir enfermedades. Por eso, siempre que el tiempo lo permitía, las clases se daban en el exterior. La arena hacía de pizarra dónde aprender geografía. Cuando llegaba la primavera, los alumnos se daban un baño diario y, tras la comida, se echaban la siesta en unas tumbonas al sol. Algunos se quedaban dormidos tan plácidamente que luego costaba despertarles.
Desde la cubierta de la escuela, como pasajeros ociosos, varios hombres y mujeres ataviados con sombrero observan el exterior. Pero en realidad, más que de pasajeros, debe tratarse de la tripulación, los profesores a los que el capitán, Pere Vergés, había reclutado para conducir esta travesía. La mayoría eran jóvenes y querían cambiar el mundo a través de la educación. Seguían las ideas de la Escuela Nueva, el movimiento pedagógico de carácter progresista que defendía una educación más activa, motivadora y democrática. Los niños, divididos en tres grupos (azules, blancos y verdes), elegían a sus propios representantes, después de una campaña electoral. Como ocurre hoy en enfoques como Amara Berri, los propios alumnos se responsabilizaban de garantizar el buen funcionamiento de diversas áreas. Había distintos cargos rotativos, como el de bibliotecario, cronista o encargado del servicio meteorológico. La edición de la revista de la escuela, Garbí, corría también de su cuenta.
La Escuela del Mar no era peculiar únicamente por su ubicación, sino también por su proyecto pedagógico, que resulta innovador incluso hoy en día. En un tiempo en que la educación se basaba en la memorización, lo que se pretendía en esta escuela es que los niños supieran aprender y que aprendieran con gusto. Se buscaba que los alumnos desarrollaran el gusto por la lectura y que fueran críticos. Cada vez que sacaban un libro de la biblioteca, escribían una redacción sobre lo que habían aprendido, para compartirlo con sus compañeros. Se acostumbraban, desde pequeños, a leer y escribir con un diccionario al lado, a desarrollar técnicas que les permitieran aprender por sí mismos. También había espacio para el desarrollo de la sensibilidad artística. Gracias a una gramola, se realizaban audiciones de obras de Tchaikovsky, de Mozart o de Beethoven.
El sueño duró apenas dieciséis años. A principios de enero de 1938, en plena Guerra Civil, una bomba alcanzó la escuela. Afortunadamente no hubo víctimas, pero la estructura de madera ardió sin que se pudiera hacer nada por salvarla. Sólo quedaron en pie los pilares de piedra.
Al final de la contienda, proyectos educativos que a primera vista habían corrido mejor suerte fueron también condenados al olvido. La dictadura prohibió que niños y niñas estudiaran juntos y la Iglesia comenzó a tener un papel determinante en la educación. Los ideales de la Escuela Nueva fueron proscritos y se volvió a implantar un sistema autoritario en el que el alumno tenía que limitarse a seguir el guión.
En otros países europeos las escuelas en la naturaleza fueron aún populares durante algún tiempo, pero en los años posteriores a la II Guerra Mundial, con la introducción masiva de vacunaciones y antibióticos, el modelo fue perdiendo fuelle.
Han tenido que transcurrir varias décadas para que la educación al aire libre haya vuelto a ser reivindicada. Hoy, de nuevo, muchas voces la defienden como la mejor manera de promover un crecimiento armónico. Los niños ya no padecen tuberculosis, pero otros muchos problemas, desde la obesidad infantil hasta el TDAH, pasando por toda clase de enfermedades autoinmunes, podrían encontrarse directamente relacionados con la falta de contacto con la naturaleza. Por eso, autores como Richard Louv hablan de Transtorno por Déficit de Naturaleza (TDN) para dar cuenta de todos los problemas asociados a nuestro modo de vida sedentario, hiperexigente y desvinculado del medio natural.
Entre clases, extraescolares y deberes, los escolares de hoy en día pasan menos tiempo al aire libre que un preso. La situación es tan escandalosa que incluso una marca de detergentes ha basado un anuncio en denunciar la situación. Algunos niños llegan a pasar entre cuatro paredes, sentados o acostados, un 76% de su tiempo. Un problema que los alumnos de La Escuela del Mar, que veían como los pescadores arreglaban sus redes en la arena cada primavera, no padecían.