"La conciencia, esa gran desconocida y, paradójicamente, tan presente en nosotros como ausente en el mundo"
(Amador Martos)

¿Y CÓMO COÑO EVALÚO A MIS ALUMNOS?

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Un artículo de Jordi Martí, docente.

A estas alturas de curso se da una de las claves que van a marcar, en gran medida, las expectativas futuras de muchos de nuestros alumnos. Sí, cuando nuestros alumnos reciban sus calificaciones finales, supuestamente producto de una amplia reflexión del docente que las pone, habrá algunos que verán delimitadas sus expectativas futuras. Es triste haberlo de reconocer después de dieciocho años dando clase pero, a estas alturas de la película profesional, aún no sé cómo coño evaluar a mis alumnos.



No me sirve una programación inicial en la que puedo indicar porcentajes, más o menos delimitados, acerca del peso que tiene cada una de las pruebas, actividades o trabajo observable de cada uno de ellos. No me serviría tampoco una rúbrica en la que, mucho más extenso que lo anterior, hiciera aparecer ítems hasta el infinito para regular dicha evaluación. No, no me sirven las notas de los exámenes porque, tras las mismas tampoco existe ningún tipo de realidad. Y es por eso por lo que odio las pruebas externas. Porque sólo analizan una fotografía tomada en un determinado lapso de tiempo -demasiado corto para mi gusto- desde una visión completamente aséptica. Algo que, por desgracia, califica mucho y evalúa poco. No, evaluar y calificar no tienen nada que ver. No tienen nada que ver y no se entiende por qué el personal da más importancia a la calificación que a la evaluación. ¿Será que tienen miedo a evaluar? ¿Será que es más cómodo aislar al alumno de su contexto? ¿Será que, quizás, la seguridad que da la certeza de una nota numérica, tiene mucho peso en la labor profesional de uno?

Hace años que tengo claro que mi objetivo es huir de las etapas educativas donde lo académico se prima en exceso. No, no doy bachilleratos porque no quiero tener que aislar al alumno de su situación personal a la hora de evaluarlo y trasladar dicha evaluación, con mayor o menor acierto, a un boletín de notas. No, no me apetece reflexionar de forma única acerca de los errores que se han cometido en un determinado papel a la hora de poner en negro sobre blanco lo supuestamente aprendido. Que de aprendizaje el examen tiene poco. Vivir sin exámenes es posible y, más allá de la necesidad de satisfacer determinadas cuestiones administrativas, la educación obligatoria (sí, me encanta la ESO) es mucho más que el aislar los alumnos de su realidad. Una realidad que va mucho más allá de la escuela. Una realidad que, o sabemos ver en el aula y fuera de ella, o nos estaremos equivocando en lo que estamos haciendo con los chavales.

El contexto en el que viven o se mueven nuestros alumnos no les da patente de corso pero tampoco debe ser ignorado. Las situaciones personales que pueden producirse a lo largo del curso deben ser tenidas en cuenta. La humanidad debería ser siempre la guía de nuestras decisiones profesionales. Y más aún en etapas donde uno se juega mucho pero no compite en nada. Competir en la educación obligatoria tiene mucho de insano. Y potenciar dicha competición a base de sistemas de calificación tiene tela.

Quizás es que cada vez sea peor profesional. Quizás es que no pueda evitar ponerme en la piel de los alumnos. Quizás es que me guste, más allá de las explicaciones mediocres que seguro doy, conocer a mis alumnos. Sí, quizás es que no puedo aislarme de considerar a los alumnos individualmente con sus problemas concretos y tenerles mucho cariño. Nada, creo que no sirvo para evaluar porque no sé cómo coño hacerlo.