EDUCAR PARA VALORAR: UNO DE LOS FINES DE LA EDUCACIÓN
Un artículo de Mariano Martín Gordillo, profesor de Educación Secundaria y miembro de la Comisión de Expertos de la OEI
Conocer y manejar definen dos dimensiones específicas del ser humano, pero no son las únicas. Se puede ser inteligente y tener destreza en el manejo de artefactos, pero de esas virtudes puede hacerse un uso digno y deseable o mezquino y despreciable. Más allá de lo cognitivo y lo instrumental existe una dimensión esencialmente humana no menos importante que las dos anteriores. Se trata de lo axiológico, lo que tiene que ver con la capacidad humana para valorar, para apreciar el valor de las cosas y las acciones. Justamente, la que nos permite preferir lo deseable de entre lo posible.
Aprender a valorar es tomar conciencia de que, además de la verdad y la utilidad, existen los valores, los criterios que nos permiten distinguir y elegir lo más bueno, lo más bello y lo más justo. La dimensión valorativa de la condición humana no es menos esencial que las competencias cognitivas y técnicas. Nadie querría para sus hijos la mayor sabiduría y la mayor destreza sin no van acompañadas por la capacidad para valorar el mundo que les rodea. Apreciar una obra de arte o un paisaje natural requiere haber desarrollado capacidades para el juicio estético. Discernir lo que debemos hacer, como algo diferente de lo que podemos hacer, requiere del desarrollo del criterio moral. Valorar es, por tanto, asumir la existencia de un ámbito intangible que nos permite ir más allá de lo fáctico. Y es, seguramente, el descubrimiento de esa dimensión de los valores lo que da sentido a la vida humana y permite definir en ella proyectos orientados por la idea de felicidad.
Sin embargo, la educación axiológica, tanto en lo moral como en lo estético, se ha considerado muchas veces como algo ajeno a la escuela, algo previo a ella o posterior a ella, una responsabilidad del entorno familiar y social. El hecho de que la formación del juicio moral o estético haya podido ser considerada, en ocasiones, como sinónimo del adoctrinamiento, ha motivado que no sean pocos los que reclaman una escuela axiológicamente neutral, comprometida sólo con el conocimiento y, si acaso, con la formación técnica o profesional. Una escuela en la que no tengan cabida los temas controvertidos de carácter ético, estético o político. Esta prevención se justifica porque, cuando han entrado en las aulas, los valores no se han orientado siempre hacia la creación de espacios públicos en los que sea posible la deliberación y el aprendizaje de la naturaleza controvertida de los temas éticos y estéticos. Por el contrario, la más de las veces, cuando la escuela ha albergado valores ha hecho que unos predominen sobre otros, que el aprendizaje de determinados planteamientos morales o estéticos haya consistido en su imposición y en la negación de otros alternativos. Esta forma de educar desde determinados planteamientos valorativos ha supuesto una privatización (real, pero también moral, estética y política) del espacio de socialización y formación pública que siempre debieran ser los entornos escolares.
Retomar en las instituciones educativas una intención expresa en relación con la educación sobre valores supone tomar distancia respecto de una educación desde determinados valores. Educar desde valores no es otra cosa que utilizar a la escuela para el adoctrinamiento moral o político de los individuos, entendidos más como súbditos que como verdaderos ciudadanos. Por el contrario, educar para valorar es algo bien distinto. Para empezar, supone el reconocimiento de que las posiciones axiológicas son plurales y que no tendría sentido una educación que pretenda ir más allá de la enseñanza conceptual y la instrucción procedimental, si es para insertar al alumno en unas coordenadas axiológicas excluyentes.
Además de distanciarse de la educación desde valores, la finalidad de educar para valorar tampoco debe identificarse con la educación en valores tomados de un modo sustantivo. Los valores no son susceptibles de aprendizaje del modo sustantivo del mismo modo en que pueden serlo los conceptos. O no lo son si se pretende evitar que se conviertan sólo en ideas venerables pero que acaban siendo vacías. Aprender el significado de la justicia, la libertad, la igualdad o cualesquiera otras referencias valorativas no puede hacerse al margen de la discusión sobre los dilemas en los que esas ideas se hallan problemáticamente presentes. Tampoco se aprende de un modo sustantivo qué es la belleza, la armonía o la provocación. Estas ideas del ámbito estético tienen también en el juicio crítico y en la discusión, su principal escenario. Por eso, parece más adecuado hablar de educar para valorar que de educación en valores o de educación desde valores.
Con la educación para valorar se trata de promover el desarrollo de la capacidad humana de valorar, de razonar sobre lo que gusta o sobre lo que se considera bueno. De confrontar los distintos puntos de vista que cabe plantear ante los dilemas morales o las manifestaciones estéticas. Esto no conduce necesariamente a un relativismo igualador. Más bien parte de él. Parte de la idea de que las valoraciones posibles son plurales ya que en los temas valorativos no hay un tribunal último, lógico o empírico, que resuelva de una vez por todas las controversias. Las disputas sobre valores existen en la vida ética y en el gusto estético porque ambas son dimensiones irreductibles a lo fáctico y a lo lógico. Aprender a ampliar la mirada estética, a ser más tolerante con las posiciones diversas es el primer efecto de una educación para valorar que parta del reconocimiento de la legítima pluralidad axiológica. Pero aprender a valorar es más. Es reconocer que sobre los valores no sólo es posible sino también deseable la controversia. Que los desencuentros no se zanjan hallando unos mínimos intocables fuera de los cuales todo vale. Ni todo vale ni hay que aprender a venerar ningún mínimo incuestionable. Se trata de aprender a discrepar, de aprender a escuchar las justificaciones del otro sobre sus puntos de vista, de aprender que sin esas justificaciones los puntos de vista valorativos se convierten más en prejuicios que en juicios. Se trata, en suma, de aprender a construir el juicio moral y estético, algo que requiere necesariamente del diálogo (del dia-logo: a través de la razón). Aprendiendo a dialogar sobre las justificaciones, más o menos racionales, de nuestros gustos estéticos y de nuestras opciones morales es la manera en que, sin hacerlas explícitas, acaban apareciendo las bases de la convivencia, algo que no es otra cosa que el reconocimiento del espacio compartido que nos permite discrepar sin que eso nos convierta en enemigos.
Por otra parte, esta apuesta por la educación del juicio moral y estético en una educación para valorar tiene una clara vocación integradora y universal. Dimensiones educativas como el gusto estético o el juicio moral han quedado tradicionalmente fuera de los espacios escolares o, cuando han entrado en ellos, ha sido siguiendo el dictado de las formas de socialización de la familia o el grupo social de procedencia. Así, el capital cultural propio del contexto familiar ha incluido el gusto y el juicio moral como elementos de distinción privados más que como elementos esenciales en una formación universal de las personas en el ámbito público de lo escolar. El aprendizaje de la ciudadanía requiere de un nivel de desarrollo del juicio moral en el individuo, que hace deseable que la educación sobre los valores no quede restringida al ámbito privado y familiar. Por otra parte, tampoco es aceptable que la educación del gusto, la educación del deseo, no esté presente de forma adecuada en los entornos escolares. Es en ellos donde se puede garantizar un desarrollo universal de estas capacidades, lo que no es más que la democratización de algunas de las más valiosas conquistas humanas como son el arte y las manifestaciones estéticas.
Aprender a valorar es, por tanto, esencial en la formación de una ciudadanía democrática. Una persona que es capaz de juzgar moral y estéticamente el mundo en el que vive es más probable que sienta la necesidad de comprometerse activamente en su mejora. Por eso, aprender a valorar puede ser la tercera dimensión irreductible de una educación integral de los seres humanos.